Sexo, de veras: D. H. Lawrence (El Mundo)

21 de febrero de 2011
MANUEL HIDALGO

Es posible que todavía persista una imagen de D. H. Lawrence como un pornógrafo de calidad literaria, como un libertino sexual capaz de provocar con sus textos sensaciones excitantes. Lástima. La prohibición por obscenidad de varios de sus libros en una Inglaterra todavía postvictoriana –y en la España franquista– está en el origen de la equivocación. También el uso interesado y excesivo –búsqueda de la comercialidad– que el cine ha hecho del contenido erótico de sus obras.
Todo ello ha distorsionado el perfil real de Lawrence y la posibilidad de escuchar su voz con nitidez. También la dureza de la crítica feminista que, encabezada en su día por la mismísima Virginia Woolf, siempre ha considerado que Lawrence sentía antipatía hacia las mujeres, que las presentaba como posesivas y destructivas. Bueno, es difícil separar el grano de la paja.

Lawrence fue algo así como el último romántico y el primer hippie, y su discurso sobre el sexo está basado en la convicción de que la sexualidad debe manifestarse sin trabas, respondiendo al instinto, a la animalidad más que subyacente en el ser humano, que está sofocada por la civilización industrial y que ha perdido su dimensión natural, doblemente natural –si se quiere– pues ha de desarrollarse en contacto y armonía con la Naturaleza.

El protestante Lawrence fue un hombre de preocupaciones religiosas, que, al final, conectaron con planteamientos panteístas y budistas. No es que pensara que el sexo debía ser una religión, pero sí que la religión o –más bien– la espiritualidad no está reñida con el sexo. Todo lo contrario, el espíritu no puede ser tal si no actúa muy unido a lo físico.

Pero hay datos biográficos interesantes para el análisis y el debate. David Herbert Lawrence nació en 1885, junto a Nottingham, cuarto hijo de un matrimonio imposible y en pie de guerra, formado por un minero analfabeto, rudo y alcohólico y una ex maestra culta, amante de la lectura y… muy posesiva.

Con un padre exponente del machismo más violento y una madre metida hasta el tuétano de sus huesos, la sexualidad de Lawrence nunca estuvo muy clara. Mejor dicho, estuvo clarísima: tuvo relaciones homosexuales y mostró relaciones lésbicas en sus novelas.

Pero también tuvo una esposa durante toda su corta e intensa vida. Conoció en 1912 a una mujer casada, madre de tres hijos y –es un dato– seis años mayor que él. Era Frieda Weekly, esposa de un profesor, Frieda von Richtofen, de soltera, hermana del temible aviador alemán conocido como El Barón Rojo. Primero se fugaron a Alemania y, en 1914, cuando ella consiguió el divorcio, se casaron.

A Frieda la conoció dos años después de la muerte de su adorada y temida madre, que murió de un cáncer horrible. Lawrence la ayudó a morir, suministrándole una sobredosis de somníferos. ¿Ambos descansaron en paz? Su novela Hijos y amantes (1913), escrita a renglón seguido de estos acontecimientos, es, como otras suyas, de fuerte tono autobiográfico.

Tras dedicarse unos años a la enseñanza, Lawrence publicó sus primeros poemas en The English Review, gracias a Ford Madox Ford, que también intervino a su favor para la publicación de su primera novela, El pavo real blanco (1911).

Todos los problemas de Lawrence vinieron más o menos juntos a partir de 1914, cuando volvió a Inglaterra después de haber vivido en Baviera y en Italia: no tenía –como nunca tuvo– un penique; desde niño enfermaba con frecuencia de los pulmones; cayó fatal en Inglaterra su declaración de pacifismo y antimilitarismo ante la Gran Guerra y, aprovechando que su mujer era alemana, el matrimonio fue acusado de espionaje y amenazado con la cárcel y su novela El arco iris (1915) fue prohibida por obscena.

Los Lawrence, visto lo visto, se largan de una Inglaterra redundantemente irrespirable –a la que apenas volverían–, también por la conveniencia de buscar un clima mejor para la salud del escritor, y también pintor, pues le pegó mucho a la acuarela.

Italia (varias veces), Sri Lanka, Australia, Nuevo México (Estados Unidos) y México, donde Lawrence se pondría malísimo de tuberculosis y malaria. Los libros de viajes fueron, entre los más de 70 volúmenes que escribió –y miles de cartas, muchas publicadas por su amigo Aldous Huxley–, una de las mejores vetas del escritor.

Mujeres enamoradas (1921) y El amante de Lady Chatterley (1928) son, claro está, las dos novelas de referencia del escritor. La segunda fue prohibida en el acto en Inglaterra, donde no se publicó hasta 1960. El desmelenado Ken Russell estuvo relativamente comedido cuando adaptó la primera, pero la segunda –varias veces llevada al cine– tuvo muy mala pata con la muy difundida versión de Sylvia Kristel y el director Just Jaeckin, los perpetradores de Emmanuelle.

El modernismo sirvió las coordenadas literarias de Lawrence, que, como novelista (y muy realista, en el fondo), estuvo influido por Thomas Hardy y, como poeta, por Walt Whitman. A ambos estudió, y sus ensayos, como el resto de su literatura, han sido muy alabados por críticos han influyentes como Edmund Wilson y Harold Bloom, que lo consideran uno de los grandes escritores, de gran aliento y calado, de todos los tiempos. Wilson, en particular, tuvo muy buen ojo, pues, ya en 1929, escribió que los llameantes amores adulterinos de la rica esposa aristocrática con el primitivo guardabosques hacían de El amante de Lady Chatterly «una parábola de la Inglaterra de la posguerra».

En El zorro y otras historias –dos más, novelas cortas–, que ahora edita Nocturna, paladearemos esa tensión de las parejas amenazadas por un tercero (y por sí mismas), esos amores desiguales y desasosegantes, la minuciosidad de las descripciones tanto exteriores como psicológicas de Lawrence y, por cierto, su facilidad para los diálogos breves y rápidos, muy actuales.

La tuberculosis mató a Lawrence, viviendo en Italia otra vez, en un pueblo de Francia. Tenía 44 años. El tercer marido de Frieda llevó, después, sus cenizas a Nuevo México.

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