Contar el dolor (El Norte de Castilla)

13 de abril de 2016

(YOLANDA IZARD) Desde que se sabe que el centro del ser humano no es el yo sino su subconsciente, casi todas las formas de enfrentarse al dolor para entenderlo y darle un sentido que permita seguir viviendo han pasado por el relato. Hablar, contar, escribir son así pilares fundamentales de la reconstrucción del individuo cuando se ha convertido en un devastado paisaje, «un paisaje de cenizas».

Esto, como sabemos, lo han hecho innumerables testigos, víctimas directas o indirectas de los atroces campos de concentración y exterminio nazis, para quienes el culmen de la ignominia habría sido el olvido. Una y otra vez, a lo largo de la historia del terror humano, cualquiera que sea, lo repiten (Ese «Sí puedo» de Anna Ajmátova, de Eugenia Ginzburg, de Primo Levi, de Vasili Grossman, de Paul Celan, de Natalia Ginzburg y tantos y tantos otros). Sin embargo, con mucha menos frecuencia hemos podido acceder al relato de lo que han sentido los niños en parecidas experiencias. Esto es lo que hace Élisabeth Gille (París, 1937-1996), hija de Irène Nemirovski, la famosa autora de ‘Suite francesa’, y del banquero ruso Michel Epstein, en esta novela que ficcionaliza su traumática experiencia cuando la deportación y posterior muerte de sus jóvenes progenitores en las cámaras de gas de Auschwitz las dejan a su hermana y a ella, con tan solo cinco años, por completo abandonadas en medio de la guerra. 

La autora sitúa los restos de su memoria en Burdeos, en 1942, en el momento en que su alter ego de cinco años, Léa, es arrancada de los brazos de sus padres para vivir el resto de la guerra oculta en un internado católico bajo la protección de un par de bondadosas monjas y de una niña, Bénédicte, que, a raíz de lo que acertadamente llama la autora un «flechazo de amistad», se acaba convirtiendo en su única guía y apoyo a lo largo de su infancia y su primera juventud. El dibujo psicológico resulta soberbio por su modo de entender y relatar –de nuevo– los complejos entresijos del interior devastado de la niña, poseedora de una inteligencia superdotada y de una capacidad de rebelión desbordante que se aferra a la memoria, de sus padres y de su vida anterior a la debacle, para no morir de pena. Se trata de un honesto y elegante ejercicio de reconstrucción de una personalidad compleja, perseguida por la depresión y por «el ciclo infernal de sus obsesiones», que giran en torno a la captación de información acerca del destino de sus padres, y que además se logra evitando cualquier tipo de sentimentalidad superflua o exagerada. 

Querer saber se convierte así en el único vehículo posible de supervivencia para esa niña herida con variadas formas de ensañamiento. Querer saber, contarlo y la memoria frente al olvido: estos son los tres pasos que siguen las almas de las víctimas, directas o indirectas, en todos los procesos de exterminio en masa a los que la historia nos tiene fatalmente acostumbrados. «Intenta hablar», le sugiere su amiga Bénédicte, «Debemos afrontar. Explicar». El estallido y la catarsis van unidos a la rabia, la depresión, la extrema vulnerabilidad, pero Élisabeth Gille sitúa la tragedia en una modélica atmósfera de empecinada lucha en pos de la reconstrucción de los hechos históricos para poder entender lo que es incomprensible y poder acceder a una vida normal, lo que al cabo, como sugiere la autora al final y demuestra la Historia, acaba siendo prácticamente imposible. 

Les aseguro que una vez comenzada la lectura de este libro les será difícil dejarlo a medias, tal es la fuerza de captación emocional que despliega de la primera a la última de sus páginas, elaborando las secuelas internas de la niña, que en vano busca su identidad entre raíces quemadas en la Francia ocupada de la vergüenza. No hay tregua pero no hay trampa: la verdad resuena en este paisaje de cenizas que habla de heridas irrestañables. Y también de una pregunta: «¿Sería posible amar al prójimo sin olvidar ni perdonar?». 

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