La paz de los vencidos (El Cultural)

14 de julio de 2014
(ERNESTO CALABUIG) La paz de los vencidos, de Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú, 1964), es la minuciosa crónica de una soledad: la de su protagonista, un exiliado joven, peruano, con títulos universitarios por convalidar, que se traslada a Tenerife, donde comienza a trabajar en un salón recreativo, a las órdenes de patrones que parecen amos esclavistas. La novela tiene la estructura clásica de un diario fechado, con entradas-capítulo, y algunos guiños del texto nos dan la clave de época: un tiempo de finales del siglo XX, con cintas de vídeo y casetes, en el que aún circulaba la peseta o disputaba Boris Becker finales de Wimbledon.
J. E. Benavides vivió entre 1991 y 2002 en Tenerife. La descripción minuciosa de aquel espacio-tiempo imprime solidez a una narración rica en coloquialismos, con el sentido del humor de un personaje que sabe tomarse a broma. El conjunto no queda en un mero registro errático (diarístico) de los movimientos del protagonista, sino que se encamina a una buena sorpresa final. La amistad, las amistades de la isla, aparecen como pequeños reductos en los que el esforzado narrador halla un poco de paz y comunicación. El abandono de su novia, Carolina, añadió aún más zozobra a su situación existencial. La pareja formada por Elena y un músico uruguayo de jazz, Enzo, así como un novelista local en horas bajas -J. M “Capote”- son verdaderas tablas de salvación con las que compartir whisky y confidencias y dejar de ser un solitario (“voyeur auditivo”) que registra y diagnostica con precisión, como un instrumento afinado, el devenir de sus convecinos y personajes del barrio. Benavides parece solidarizarse con los vencidos sin paz, como esos dos personajes que son el profesor de ciencias jubilado -que saca algún dinero impartiendo clases a jóvenes en la terraza de un bar-, y esa mujer mayor, adicta a las tragaperras. Dispara certeramente contra la vanidad y la hipocresía del mundo literario-cultural, aún más asfixiantes en el entorno reducido de una isla en la que uno puede morir o matar por, digamos, el Premio Canarias. La fascinación por la belleza de Elena, esa suerte de amor inconveniente o imposible, es uno de los motores que agiliza una obra acerca del afán por prosperar y los límites que la realidad impone. Y el exilio, cómo no, “de una Lima que, de tan lejana, ya ni siquiera me es natal”.

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