Las princesas ya no son lo que eran (Yo Dona)

19 de febrero de 2013
(B.D.) Será porque la recesión asoma la garra por debajo de la puerta. Será porque el mundo necesita soñar con finales felices. Será porque en 2012 se celebraba el 200 aniversario de la publicación de Cuentos para la infancia y el hogar, de los hermanos Grimm. O, simplemente, que tras brujos, vampiros y zombis el audiovisual necesitaba de un nuevo universo iconográfico. El caso es que el cine vive una eclosión de revisitaciones de los cuentos clásicos. Y, por extensión, de una contemporaneización de los roles.
La primera en abrir la puerta de su castillo ha sido Blancanieves. Pero no la damisela en apuros presta a ser resucitada por un príncipe, ni la laboriosa y hacendosa ama de casa al servicio de siete enanos. La más hermosa del reino se ha rebelado, luce el pelo desordenado y más de un rasguño en su nívea tez.

Tras la vistosa adaptación cómica dirigida por Tarsem Singh y con Julia Roberts de madrastra, llega Blancanieves y la leyenda del cazador (Rupert Sanders) para romper aún más si cabe con la victimización femenina, mediante una Kristen Stewart guerrera, ataviada de armadura, espada y escudo. Una vuelta de tuerca violenta que puede acabar cerrando el proyecto en ciernes de Disney, The Order of the Seven (Michael Gracey), donde se da un vuelco marcial al cuento clásico de los Grimm ambientándolo en el Hong Kong del siglo XIX y en la piel de Saoirse Ronan.

Resulta paradójico que la casa de Mickey Mouse enarbole ahora la bandera del empoderamiento femenino. Como criticaba el especialista Jack Zipes, en un artículo publicado por The Times, las cintas de la factoría tienden «a demonizar a las mujeres mayores y a infantilizar a las jóvenes. Al final, siempre hay una boda de cuento de hadas en la que una plebeya se desposa con la realeza, y se espera el regocijo del público y la aclamación de la pareja feliz». Sin embargo, las últimas heroínas del gigante cinematográfico parecen ser un intento por reconducir esta denostada tendencia. De hecho, en un reciente estudio realizado por Disney entre 359 mujeres españolas con hijas de entre cuatro y siete años se pone de manifiesto que las progenitoras aprecian los nuevos roles asumidos por las protagonistas de la factoría, modelos más contemporáneos de mujer que fomentan niñas independientes (94%), trabajadoras (88%) y seguras (87%).

Esta búsqueda de la empatía materna aspira a acentuarse con la próxima princesa Disney, Mérida, que en la animada Brave luce el pelo asalvajado —sin queratina—, se mide con los arqueros de su reino y rasga, simbólicamente, los cordones del corsé que la aprisiona.

Pero la tendencia no es nueva. En Caperucita al desnudo (Editorial Crítica), Catherine Orenstein desvela cómo los cuentos modernos protagonizados por heroínas fuertes han abundado desde los años 70, periodo en el que una segunda ola feminista, liderada por Susan Brownmiller, Simone de Beauvoir o Andrea Dworkin denunciaron el retrato de feminidad inerme e indefensa de los relatos tradicionales. Textos que, argüían, fomentaban en las niñas el deseo de convertirse en «víctimas glamurosas». «Desde entonces, tanto hombres como mujeres han reescrito muchos de los cuentos clásicos para reflejar ideas modernas sobre la mujer. No obstante, pocos fuera del campo del folclore conocen que muchos de nuestros relatos populares tienen raíces orales que son notablemente diferentes a la tradición literaria, protagonizados por heroínas muy alejadas de la pasividad», ha escrito Orenstein.

En la diana de las críticas siempre está Disney, a quien censuran no sólo la implantación de arquetipos conservadores, sino la infantilización de los relatos clásicos. Según Jack Zipes, profesor en la Universidad de Minnesota, los Grimm modificaron aspectos de violencia y sexo en sus relatos, pero fue el traductor inglés de sus cuentos, Edgar Taylor, quien los revistió de puerilidad. «La verdadera censura e higienización fue responsabilidad de los traductores ingleses y estadounidenses, y posteriormente de Walt Disney.» Y es que en el relato original de La Cenicienta sus hermanastras se amputan dedo y talón para que el zapato encaje, y en Los doce hermanos la malvada madre del rey es condenada a morir en una tinaja llena de serpientes venenosas y aceite hirviendo. «No podemos olvidar que muchas de estas historias nacen y comienzan a circular en una vieja Europa analfabeta, pobre y negra, donde los asesinos y los violadores podían acechar en cualquier sendero oscuro de un bosque», explica Pablo Berger, responsable de una revisión ibérica de Blancanieves con Maribel Verdú como madrastra. Una versión muda, planteada como un melodrama gótico en blanco y negro (homenaje a Murnau, Dreyer, Sjostrom y Gance) y ambientada en la Sevilla de los años 20.

Berger se suma así a numerosos ejemplos contrapuestos a la visión edulcorada y convencional dominante, de Michel Ocelot, Gari Bardin, Jan Svankmajer, Jiri Barta a Tim Burton, Hayao Miyazaki y Michael Sporn, según un top elaborado por el profesor Zipes. El autor concluye en The Enchanted Screen: The Unknown History of Fairy-Tale Films (Routledge, 2011) que a la mayoría de los grandes estudios les mueve únicamente el lucro: «Solo quieren hacer dinero a partir de la espectacularización de los cuentos de hadas. Otros cineastas independientes y estudios pequeños tienden a estar más preocupados por asuntos sociales y por hacer una buena obra de arte». Matiza esta opinión Polly Shulman, autora del libro juvenil El legado de los Grimm (Nocturna Ediciones), del que DreamWorks, la productora de Steven Spielberg, ha comprado los derechos cinematográficos: «No hay nada malo en relatos dulces y tranquilizadores, pero no pueden ser los únicos disponibles. Me encanta que esta reciente explosión de interés en los cuentos de hadas ofrezca a los lectores y a los espectadores la oportunidad de explorar matices tan diferentes de los relatos clásicos».

El póquer de adaptaciones de Blancanieves coincide con el anuncio de nuevas versiones de Hansel y Gretel (Witch Hunters, a cargo del noruego Tommy Wirkola), Las habichuelas mágicas (Jack the Giant Killer, de Brian Singer), La Bella y la Bestia, dirigida por Guillermo del Toro; una dramática La Sirenita (Mermaid, producida por Tobey Maguire) y La Bella Durmiente, con Angelina Jolie en la acertada piel de Maléfica... La fiebre por comer perdices también ha alcanzado a la televisión, y Calle 13 ha estrenado la detectivesca Grimm, ambientada en el Portland actual, mientras que Sony TV y Antena 3 programan Érase una vez, de los guionistas de Perdidos, sobre un pueblo habitado por personajes de cuento que desconocen su pasado mítico.

Shulman atribuye esta moda exclusivamente a una cuestión de ciclos. «Si quieres decir que a la gente le gustan las historias de vampiros porque sienten que los problemas económicos les están chupando la sangre, no voy a discutirlo, es una explicación divertida, pero no creo que sea así.» ¿Qué combustible contienen, sin embargo, para avivar ininterrumpidamente la imaginación? «Están llenos de deseo y optimismo», concede Zipes, «exudan brutalidad, franqueza, violencia y perversión. Conforman otro mundo, donde la justicia social está más al alcance que la del Occidente actual, donde la hipocresía, la corrupción, el bombo publicitario, la explotación y la competición determinan las interacciones sociales y políticas y la calidad de las relaciones sociales. La buena literatura de fantasía, como los buenos cuentos de hadas, proveen de una fuente de esperanza por un mundo mejor.»

- ENLACE al artículo: págs. 1, 2 y 3.