Olor, color y dolor: EDUARD VON KEYSERLING (El Mundo)

31 de mayo de 2010
El diario El Mundo comenta los dos títulos del autor Eduard von Keyserling publicados por Nocturna recientemente: "Princesas" y "Un ardiente verano"
Olor, color y dolor: EDUARD VON KEYSERLING
MANUEL HIDALGO.

Nocturna edita ‘Princesas’ y ‘Un ardiente verano’

Curlandia parece el nombre de uno de esos reinos ficticios, imprecisamente situados en el Este de Europa, que el cine norteamericano ha inventado mil veces para divertidas películas de amor y aventuras. Pero no, Curlandia es una región real e histórica, vertida al mar Báltico, perteneciente hoy a Letonia, tras haber sido alemana, polaca y rusa. Base estratégica de los Caballeros Teutónicos, Curlandia es tierra de nobles y castillos, por lo cual no está tan lejos de la atmósfera y del paisaje de las películas aludidas.

En uno de sus castillos nació, en 1855, el conde Eduard von Keyserling, el décimo de 12 hermanos de una rancia familia de la aristocracia rural. Adolescente raro y excluido por los demás, un incidente universitario –que no he conseguido aclarar– le forzó, mientras estudiaba Derecho, a trasladarse a Viena, donde completó estudios de Filosofía e Historia del Arte. Filósofo, y bien notable, fue su primo-sobrino –y también conde– Hermann von Keyserling, fundador de la Escuela de la Sabiduría y partidario de la democratización de Alemania, por lo que fue represaliado por los nazis.

Keyserling debió ocuparse durante años de la gestión de las propiedades familiares, aunque comenzó a publicar cuentos y relatos hacia 1883, literatura todavía incluida por el naturalismo hegemónico. También escribió teatro y ensayos sobre asuntos culturales.

Su obra dio un giro hasta obtener la etiqueta de narrador impresionista. Su técnica –lejos ya de la apretada densidad de la novela decimonónica– es, desde luego, impresionista, pero el aroma de sus textos está impregnado de un fuerte romanticismo, por lo que no es casualidad ni error de enfoque que las portadas de los dos libros estén ilustradas con sendos lienzos del romántico alemán Caspar David Friedrich.

En la literatura de Keyserling todo es nostalgia, decadencia, melancolía y tristeza. Keyserling no sólo representa un fin de siglo cronológico, sino que descubre el final de un mundo, de una clase, de una estirpe: la suya, la aristocracia campesina que habita castillos, fincas y casas de campo con criados, que languidece y se extingue ante los atisbos intuidos de los cambios sociales, los movimientos revolucionarios y la irrupción de la modernidad.

En verdad, la vida de Keyserling responde al aura de sufrimiento y fatalidad del artista romántico, aunque nacido en alta cuna y con posibles (que fue perdiendo). Instalado en Munich con tres de sus hermanas, enfermó de sífilis a los 42 años. Dicho sea de paso, nunca se casó. Muy limitado en su salud y movimientos, se quedó ciego en 1907. Caminaba con bastón y del brazo de un sirviente, y tuvo que dictar sus mejores novelas a sus pacientes hermanas, que lo cuidaron hasta su muerte en 1918.

Parece que era un hombre amable, simpático y buen conversador. En Munich trabó amistad con el pintor expresionista Lovis Corinth, que nos dejó en un retrato su imagen más conocida.

En ella aparece –antes de la ceguera–, y además de muy feo, como era, con su aspecto enfermizo, ojos acuosos, párpados hinchados, carnes caídas –pese a su delgadez– y labios gruesos, colgones y mórbidos.

La obra de Keyserling fue alabada por Hermann Hesse, Arthur Schnitzler y Thomas Mann, entre otros, pero, como señaló un crítico, ha tenido dificultades para mantenerse siempre a flote, despareciendo por rachas de la atención de los lectores para volver a aparecer y volver a sumergirse. ¿Por qué no termina de quedar? Esa es la pregunta, tal vez fácil de responder en la medida en que su mundo es otro mundo, pero hay instintos y curiosidades que nos empujan a otear lo ajeno y, si se quiere, anacrónico respecto a nuestra contemporaneidad, cuando va acompañado de tan notables cualidades estéticas. Todos los personajes de Keyserling son carne de paredón ante el bolchevismo pujante en su momento.

«En el jardín, las rosas y las dalias empezaban a florecer, y olía a grosella y a ciruela. Un vapor azul caía sobre las colinas. Llevaban los gansos a las rastrojeras…». Son unas líneas de Un ardiente verano. La literatura de Keyserling es así: color, olor, luz y hasta sabor, maravillosas descripciones de interiores y exteriores, plenas de fragancia, lirismo y sensualidad –palabras audibles, comestibles, visibles– que reflejan y evocan paraísos exclusivos en trance de perderse.

Los personajes, sin embargo, que habitan en esos mundos idílicos están tocados por el rayo del declive. Están acosados por desasosiegos del alma y por adversidades de la fortuna y, sobre todo, del amor, que les impiden gozar de los bienes y privilegios de los que disponen. La angustia y la desesperación se apoderan de su estómago y de su corazón, caen en el pesimismo y en el vacío, se ven abocados a la temprana decrepitud, a la incertidumbre y a la oscuridad, pese a vivir, aparentemente, en cristalinas y doradas burbujas.

En las librerías españolas disponíamos solamente de Olas (Minúscula), escrita en 1911, una de sus más importantes novelas. La novísima editorial Nocturna nos ofrece ahora, en doblete, Un ardiente verano (1904) y Princesas (1917), novela epigonal y muy relevante en su obra.

Yo he leído Un ardiente verano, que es más corta, una nouvelle, la historia de un joven, mal estudiante, que, por serlo, debe pasar las vacaciones de verano en el campo, en un entorno de parientes ricos, bajo el control férreo de su padre, que toma sus derivas. ¿Novela de iniciación? Tiene algo de eso, que siempre es fascinante: las primas enamorables, las criadas apetecibles… Todo, menos estudiar. Los centroeuropeos y los nórdicos –ahí cuadra Keyserling– son, por algún motivo, especialistas en historias sobre jóvenes abrumados en el tránsito hacia la vida adulta.

«Me sentía muy pequeño y miserable», dice el protagonista y narrador, siempre acosado por la decepción y la nada, mientras, a su lado, la Naturaleza y su misma posición social le ofrecen manjares que no le colman. Es un fresco de otro tiempo, del que, por evasión, podemos ser voyeurs complacidos.

- ENLACE AL ARTÍCULO.
Imagen: Eduard von Keyserling, pintado en 1900 por Levis Corinth. / NEUE PINAKOTHEK