Una novela póstuma recuperada para reivindicar a Julien Gracq (La Voz de Galicia)

09 de marzo de 2017

(HÉCTOR J. PORTO) Fue el último vestigio del surrealismo liderado por Breton, aunque a él incluso antes de su madurez literaria ya le quedaban lejos aquellas querencias. Novelista, poeta, ensayista, dramaturgo y crítico, Julien Gracq (Saint-Florent-le-Vieil, 1910-Angers, 2007) era en verdad un espíritu libre, un hombre independiente, brillante pero discreto y que apenas rompió ese celoso mimo de su intimidad cuando en 1951 rechazó el premio Goncourt que le habían concedido por una de sus obras maestras, El mar de las Sirtes, en la que la decadencia de Occidente es el gran tema subyacente.

Louis Poirier -que este era su nombre real y que se rebautizó como doble homenaje al personaje stendhaliano Julien Sorel y a los Gracos, Tiberio Sempronio y Cayo- también rehusó su designación como miembro de la solemne Academia Francesa (no en vano fue fundada en 1635 por el cardenal Richelieu), porque, moralmente, le parecía un abuso de poder inaceptable.

Lo que él quería era leer y escribir (y si acaso jugar al ajedrez) en su casa de Saint-Florent-le-Vieil, que perteneció a su abuelo, y pasear a orillas del Èvre, afluente del Loira, un amor reflexivo, contemplativo, iniciático que narró ensoñadoramente en Las aguas estrechas (1976; Árdora, 2002). «Casi todos los rituales de iniciación, por modesto que sea su objetivo, conllevan -argüía- franquear un pasillo oscuro, y hay en el paseo del Èvre un momento ingrato donde se disipa la atención y la mirada se torna más distraída. El río se estrecha y se calibra, las plantas acuáticas e incluso los juncos de las orillas desaparecen un momento».

Gracq se hallaba más cómodo entre «las raíces sueltas de los sauces y los fresnos desmochados» que en los salones literarios de París. A la fama de ermitaño de su última época -rehuía entrevistas y apariciones en público-, sumaba la de persona de principios y amigo leal. Es más, en 1938 publicó su primera novela, En el castillo de Argol -tras la negativa de Gallimard, la misma casa que lo fue a buscar para en 1989 colocarlo entre los escasos autores contemporáneos incluidos en la Bibliothéque de la Pléiade-, de la mano del editor y librero José Corti, y con él permaneció toda su vida, incluso después del fallecimiento de Corti en 1984. «Me falta algo de mezcla», admitía en A lo largo del camino (1992; Acantilado, 2007) para asumir que provenía de una familia cerrada que lo formó en «el conservadurismo de las costumbres e incluso el gusto de decir no».

Se cumplirán en diciembre diez años de su fallecimiento, pero en España, pese a ser reconocido en la vecina Francia como un gigante de las letras (a una altura similar a la de Proust, Balzac, Flaubert o Michon), sigue sin pasar del estatus de autor de culto. El sello Nocturna pelea calladamente para revertir la situación. No solo ha publicado los relatos El rey Cophetua (2010) y La península (2011), datados en 1970, sino que editó hace poco la novela Las tierras del ocaso, que, aunque escrita (y dejada a un lado) en 1956, fue descubierta inédita en una maleta siete años después de la muerte del autor, lo que supuso uno de los acontecimientos literarios del año 2014 en Francia.

Jouhandeau y Jünger

Los tres libros han sido traducidos al español por el escritor badalonés Julià de Jòdar, una tarea especialmente ardua en cuanto que el lenguaje de Gracq es muy elaborado. Es más, en algunos pasajes de Las tierras de ocaso podría hallarse la quintaesencia de lo que ese entiende por literatura francesa a veces con intenciones no del todo elogiosas. «Gracq es, tras la muerte de mi querido Marcel Jouhandeau, quien ha escrito la mejor prosa francesa», decía Ernst Jünger, de quien, ya en 1950, Gracq, a su vez, afirmaba que «daría casi toda la literatura de los últimos diez años» a cambio de la obra del alemán Sobre los acantilados de mármol. Así lo proclama en La literatura como bluff (Nortesur, 2009), opúsculo en el que Gracq critica duramente -además del sistema de estrellato al que aspiran a acceder ávidos sus colegas los escritores- la facilidad, la arrogancia y la presunción con que el francés habla en público de la literatura, un vicio, un gozo que Gracq sitúa en la órbita de lo privado.

Gracq se mueve entre el espíritu de la historia y la vida intensa de la naturaleza y el territorio -quizá porque era catedrático de geografía e historia- de un modo que en algunos pasajes su obra guarda cierto parentesco con la de Jünger, aunque sin cuidar su precisión científica. Además, y de forma particular en Las tierras del ocaso, lo hace con un barroquismo frondosísimo que convierte la lectura en una labor que requiere un elevado compromiso (no es libro para llevar en el metro).

Las tierras del ocaso, más allá de su ambientación de aires medievales, es una reflexión intemporal muy jüngeriana sobre la libertad, la fraternidad y la audacia que podría hilvanarse con El mar de las Sirtes, en el sentido de que la espera de la invasión de los bárbaros, que asedian la ciudad amurallada, evidencia un mundo enquistado en vías de extinguirse. A la postre, el libro se erige como una metáfora de la ocupación nazi de Francia. La crítica ha comparado su capacidad pictórica con la de Rembrandt y Vila-Matas ha hecho suyo a Gracq: «Lo creíamos anticuado y es el más moderno de todos, es el porvenir».

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