Las cicatrices de la memoria (La Opinión de Murcia)

02 de febrero de 2016

(ANTONIO J. UBERO) Élisabeth Gille, hija de la escritora Irène Némirovsky, lucha contra el olvido con una soberbia novela en la que autobiografía las sensaciones que marcaron su propia vida, privada de sus padres, con un relato emocionate y estremecedor que sirve de homenaje a las víctimas del fanatismo.

Cuando Francia despertó de la pesadilla de la guerra, contempló su imagen distorsionada en el espejo de la Historia y, aterrada pero orgullosa, decidió ocultar sus vergüenzas eclipsando el pasado. La gloriosa liberación marcaría el año cero en un país acostumbrado a las catarsis, y el abominable tiempo de Vichy debía ser borrado de la memoria para impedir que nada se interpusiese en el nuevo camino hacia el futuro. En esa nueva escenografía se desmontó el decorado de la infamia, bien extirpando los tumores en un frenesí expiatorio o, calmados ya los ánimos, ocultando entre bastidores a los traidores, pero también a muchos de los traicionados que se atrevieron a divulgar o denunciar aquellas miserias. Pero los obstinados muertos de ese cementerio institucional se rebelaron contra el silencio impuesto, dejando un rastro indeleble en la memoria de los justos; una cicatriz en la conciencia, como un trauma en el alma o un tatuaje en el antebrazo. Pasado el tiempo, las voces de los vicarios de las víctimas, como las trompetas de Jericó, derribaron los muros del sepulcro donde se amontonaban los restos de los villanos y los héroes. Y así se supo todo.

Fruto de aquel tiempo sombrío es Élisabeth Gille, hija de la escritora Irène Némirovsky, quien fue detenida por sus compatriotas y deportada al campo de exterminio de Auschwitz en 1942, donde murió. Gille tenía cinco años cuando le arrebataron a sus padres. Los mismos que la protagonista de Un paisaje de cenizas, la novela que publicó en 1996, poco antes de que la muerte le saliera al encuentro, y que 20 años después ha sido traducida al castellano, demostrándose una vez más lo mucho y bueno que los españoles nos perderíamos de no ser por el buen criterio de selección de editoriales como Nocturna, que se ha encargado de conceder la oportunidad y el placer de leer esta obra colosal.

Al igual que hiciera con El mirador: memorias soñadas, el homenaje en forma de biografía novelada que rindió a su madre, Gille construye una ficción con las sensaciones y sentimientos que extrae de su propia experiencia. Se trata, pues, de la autobiografía de sus emociones en forma de relato crudo e intenso, con el que ajusta cuentas con la Historia.

La acción arranca en el preciso momento que Léa, una niña judía de cinco años, llega a un internado de religiosas en Burdeos, tras ser rescatada por un miembro de la resistencia francesa antes de que sus padres sean arrestados. Allí conocerá a Bénédicte, otra interna solitaria, con la que entablará una estrecha e imperecedera amistad. tras la guerra y a pesar de los esfuerzos de las monjas y sus nuevos tutores por protegerla de su terrible realidad y construirle una nueva identidad, Léa se las apaña para descubrir la suerte que corrieron sus progenitores y, de paso, la de los millones de víctimas del Holocausto.

Gille posee el espíritu de su personaje convirtiéndolo en un símbolo de la conciencia malherida de una sociedad autoindulgente. Pero no sólo Léa es el único símbolo que ronda por Un paisaje de cenizas: la fraternidad con Bénédicte o la protección de las monjas y los tutores representan el universo íntimo de la vida de la autora, desarrollada en un ambiente de permanente incertidumbre. Del mismo modo, siembra de metáforas un relato vital estructurado en función de las sensaciones que experimenta la protagonista ante determinadas situaciones determinantes: estupor, esperanza, horror, decepción, rabia, amargura, apatía y tristeza. Jalones que marcan el curso de una viza anónima marcada por la pérdida de sí misma: “no era más que una tierra quemada, un paisaje de cenizas circunscrito a las fronteras huidizas de una forma humana”.

Hija de un recuerdo ajeno, hecho de retales hilvanados con un amor inculcado, percibido más que sentido, Gille se reconstruye en una novela sobrecogedora y sincera en la que da rienda suelta a los sentimientos largo tiempo contenidos, para componer una elegía estremecedora con la que rinde homenaje a unos padres que jamás llegó a conocer.

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