La hija de Némirovsky (El Correo)

02 de febrero de 2016

(PABLO MARTÍNEZ ZARRACINA) Gille novela su vida, la de una niña cuyos padres mueren en Auschwitz. Y logra lo más infrecuente: la redención.

El 13 de julio de 1942 los gendarmes irrumpieron en la casa de Michel Epstein e Irène Némirovsky en Issy-l’Évêque, el pequeño pueblo de la Borgoña en el que el matrimonio se había refugiado con sus dos hijas, Denise y Élisabeth, tras la aprobación del Estatuto Judío por parte del Gobierno de Pétain. Tres días después de su detención, la escritora estaba encerrada en el campo de Pithiviers. El 17 de agosto era asesinada en Auschwitz.

Ignorante de la suerte que había corrido su mujer, Michel Epstein mantuvo la esperanza. Se preocupó de que se colocase cada día su cubierto en la mesa familiar e intentó mil gestiones para socorrerla, llegando a ofrecerse para sustituirla en lo que él creía un campo de trabajo. El 6 de noviembre de 1942 Epstein fue ejecutado nada más poner un pie en Auschwitz.

Conocimos el final de Irène Némirovsky y su marido cuando en 2004 se publicó Suite francesa, la gran novela póstuma e inconclusa de la autora. Aquel libro llegó acompañado de una leyenda no exenta de justicia poética. Fueron las hijas, las dos niñas que vieron como sus padres salían para no volver de la casa de Issyl’Évêque, las que custodiaron durante unos años llenos de azares la maleta que contenía el manuscrito de la que sería una de las mejores novelas sobre el Holocausto.

Un paisaje de cenizas es la historia de esas niñas. Su autora es Élisabeth, la hija menor de Némirovski, y su protagonista es Léa, un ‘alter ego’ apenas disimulado: una niña de cinco años, morena y de pelo rizado, que da comienzo a la narración pronunciando una palabra escasamente casual: ‘no’.

Arranca con Léa llegando de noche a una institución católica. Al resto de niñas se les dice que su nueva compañera llega a deshoras porque su tren ha sufrido un retraso. En realidad, los voluntarios de una organización de «socorro israelita» han logrado sacarla de su casa poco antes de que los gendarmes llegasen para detener a sus padres. Lo primero que harán las monjas será darle otra identidad. «Ya recuperará su antiguo nombre cuando sus padres vengan a buscarla», le dicen. «Han tenido que marcharse de viaje y no podían llevarla con ellos; se trata de un viaje demasiado fatigoso para una niñita. A su regreso, les gustará saber que les ha obedecido.»

Los grandes temas de la novela aparecen en esas frases iniciales: la abolición de la propia identidad y el falseamiento de la realidad. Un paisaje de cenizas es el viaje de Léa desde aquella noche en el colegio de monjas hasta casi los años 60, cuando en el país suena Brassens y ella es una joven que estudia Letras en la Sorbona. Ha construido una vida normal sobre una ausencia extraordinaria. Y lo ha hecho en un entorno que siempre ha prestigiado el ocultamiento: primero la Francia de Vichy y después la Francia que intenta pasar página a lo ocurrido durante los años del colaboracionismo. En ese entorno Léa vive «empeñada en combatir el olvido, la indiferencia y el embuste». El modo en que la historia llega a hacer trizas una biografía que, sin embargo, sale adelante es el motor de una novela a la que apenas lastra un cierto anquilosamiento en la expresión. Leerla teniendo cerca El mirador (Circe), la biografía «soñada» que Gille escribió sobre su madre, servirá para completar un impresionante círculo en el que la literatura alcanza uno de su logros más infrecuentes: la redención.

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