Una espera en el crepúsculo: Tristán en Bretaña (El Cuaderno)

30 de octubre de 2012
(JAVIER ROMA) La península, núcleo de la trilogía final de Gracq, narra en forma de viaje el tiempo de una conciencia en pos de un deseo siempre pospuesto. En 1970 Julien Gracq se despedía de la ficción con un volumen de tres novelas cortas agrupadas bajo el título genérico de La península. La segunda de ellas, que daba precisamente nombre al conjunto, es la que ahora publica Nocturna en excelente traducción de Julià de Jòdar, después de que la misma editorial diese a la luz en el 2010 la primera de ellas, El rey Cophetua.
Aparentemente alejada del resto de su producción narrativa, La península se revela en sucesivas aproximaciones (y reflexiones) como una instancia privilegiada de acceso a la poética del autor. Llama la atención, en primer lugar, la reducción de la narratividad, por lo menos en su sentido convencional, a su mínima expresión, a su estricta osamenta: una voz narradora ajustada a un personaje, Simon, que decide recorrer en coche la costa bretona para así entretener la espera del tren en que llegará su amante, Irmgard. Así, la impresión inicial es que La península se acerca más al libro de viajes (aunque Gracq marca un primer hiato con la realidad al cambiar los nombres de los lugares que aparecen) que a las formulaciones narrativas típicas del autor, en las que la presencia de un correlato mitológico o la lógica exasperante de una quête iniciática y siempre huidiza coagulan en una brumosa e inconfundible atmósfera fronteriza entre la vigilia y el sueño.

No es que esos modos desaparezcan (véanse las referencias al Tristán e Isolda wagneriano), sino que se alejan del primer plano narrativo para enriquecer como rumor de fondo o con claves alusivas la densa textualidad de la novela. Tal vez sea este repliegue el que permite aflorar en toda su potencia exenta esa «escritura de la inminencia» tan distintiva en Gracq, concretada en una de las figuras temáticas recurrentes en su obra: la espera, como elemental dispositivo que pone en movimiento al personaje y tensiona dramáticamente el texto. Al igual que en sus obras mayores (principalmente, El mar de las sirtes y Los ojos del bosque), el flujo narrativo —en este caso, el itinerario físico por la costa bretona— aparece imantado por la cercanía apremiante de un suceso, de un fin o un plazo y serpentea con sus vacilaciones, extravíos y retrocesos alrededor de ese Acontecimiento decisivo que se vive como un turbio y elusivo objeto de deseo. Que sea una guerra, como en las novelas citadas, una cita amorosa o la proximidad del mar resulta irrelevante. Importa el vacío que crea a su alrededor y enrarece la atmósfera del relato, la gravitación ejercida sobre la conciencia de los personajes y la propia escritura, convertida en puro movimiento hacia esa apertura desconocida que la convoca: «[…] ya fuera en tren o en coche, jamás había alcanzado el mar sino al modo de un ciclista bajando una pendiente, con el corazón en la boca ante la impresión del espacio que se ahonda, sin tascar el freno».

Un simple viaje, pues, de ida y vuelta de la estación de ferrocarril de Brevénay al mar («aquella catástrofe gris que parecía aburrirse»), un bucle trazado sobre la geografía bretona, en cuyo discurrir la mirada, impregnada de expectación erótica, se sumerge en una vorágine sensorial que cristaliza en una desbordante combustión sinestésica y metafórica. En la más genuina tradición romántica, las mutaciones anímicas y paisajísticas trenzan una danza de modulaciones sutiles, de ecos y reflejos en los que el vértigo del alma se adhiere a la piel cambiante y estremecida de la naturaleza, a sus epifanías y abismos. Como en la leyenda de Tristán, el drama íntimo que aquí se dirime y atraviesa los vaivenes del sujeto, esa tensión dialéctica constante entre plenitud y vacío, es en última instancia el drama de un deseo perpetuamente diferido, que se alimenta de su no consumación a través de un sinuoso recorrido de anticipaciones, reticencias y desvíos. En todo caso, esa experiencia amorosa que se recrea en la ausencia de su objeto armoniza con la dimensión espectral que permea el paisaje y la cualidad veladamente onírica de un lenguaje envolvente y barroco, en cuya refracción fluctúa la misma consistencia del mundo restituido.

Los lugares visitados son también, por otro lado, paisajes de la memoria de la infancia del protagonista: el presente se desdobla en la promesa futura del deseo y en el regreso del pasado en fulgurantes evocaciones (del cuerpo ofrecido de la amante, del caudal de sensaciones recordadas de la niñez) para conformar un tiempo plural, elástico y complejo en que se abisma el horizonte cronológico de las escasas horas vespertinas que dura el viaje. Es el tiempo vivo de una conciencia que oscila al compás de las alternancias de luz y sombra, en ritmos emocionales de sístole y diástole, de contracción y efusión. Esa conciencia se traduce en una mirada deseante, pero al mismo tiempo melancólica y ensimismada, exiliada de la realidad, en la que podemos leer ese gesto primordial de la melancolía que identifica posesión y pérdida. Un saber que fuera hermosamente acuñado por Proust (aquí más presente que en otras obras de Gracq), cuando nos recordó que «los verdaderos paraísos son los paraísos que hemos perdido».

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